= Julio 30 de 1811 =
Capturado a traición el 21 de marzo de 1811 en Acatita de Baján, y luego de un tortuoso trayecto de casi un mes bajo el sol de desierto, con hambre y sed, Miguel Hidalgo y Costilla arribó a Chihuahua para ser sometido a un largo proceso militar y a una dolorosa degradación eclesiástica. Recluido en el obscuro y estrecho cubo de la torre del ex colegio de la Compañía de Jesús, pasó los últimos tres meses de su vida.
Por ser la cabeza de la insurrección, por tener una causa pendiente con la Inquisición, y por el proceso eclesiástico al que debía ser sometido; el juicio de Hidalgo tomó más tiempo que el del resto de los jefes insurgentes. Quince días después de su llegada, Ángel Abella, comenzó el interrogatorio que se prolongó tres días, y en el cual Hidalgo respondió con entereza y serenidad a cuarenta y tres preguntas.
Sin caer en ambigüedades y sin delatar a nadie, Hidalgo confesó su convicción de que la Independencia sería benéfica para el país, haber levantado ejércitos, dirigido manifiestos y ser responsable de los asesinatos cometidos a españoles presos en Valladolid y Guadalajara.
También sostuvo sin vacilar, haber actuado por el “derecho que tiene todo ciudadano cuando cree la patria en riesgo de perderse…”; reconoció que nada de lo que había hecho conciliaba con su condición eclesiástica, pero expresó jamás haber abusado de ésta para incitar al pueblo a la insurrección.
El 18 de mayo, Hidalgo formó un documento donde se retractaba de los errores cometidos contra Dios y el Rey, pedía perdón a la iglesia y a la Inquisición; y rogaba a los insurgentes que se apartaran del errado camino que seguían: “Compadeceos de mí; yo veo la destrucción de este suelo que he ocasionado; la ruina de los caudales que se han perdido, la sangre que con tanta profusión y temeridad se ha vertido; y, lo que no puedo decir sin desfallecer: la multitud de almas de los que por seguirme estarán en los abismos…”
El arrepentimiento de Hidalgo fue quizás el natural recurso para aspirar a la vida eterna y presentarse limpio ante el juicio divino. Los cargos religiosos que se le imputaron los respondió ciñéndose a sus creencias católicas, sabedor de que su deber como sacerdote, era retractarse de sus pecados.
El tribunal de la Inquisición, tenía abierto un proceso contra Hidalgo desde julio de 1800, acusándolo de hereje y apóstata de la religión; proceso que se reanudó en septiembre de 1810, y en el que se le declaró: “amante de la libertad que proclamaban los enciclopedistas y en consecuencia hereje, judaizante, libertino, calvinista y grandemente sospechoso de ateísmo y materialismo”. El 7 de febrero de 1811, el doctor Manuel de Flores, Inquisidor Fiscal, presentó formal acusación en su contra fundada en 53 cargos. Atendiendo a los requerimientos del Tribunal de la Fe, Hidalgo envió el 10 de junio, un largo escrito rechazando los cargos de hereje y apóstata de la religión, y explicando las causas para encabezar la insurrección.
Consideradas agotadas las averiguaciones, el licenciado Bracho formuló su dictamen enumerando las agravantes, concluyó que Hidalgo era “reo de alta traición y mandante de alevosos homicidios, y que debía morir por ello, confiscársele sus bienes y quemar públicamente sus proclamas y papeles sediciosos”.
A la ejecución de Hidalgo debía preceder la degradación hecha por un juez eclesiástico. El canónigo Fernández Valentín, por órdenes del obispo de Durango, procedió al acto de la degradación el día 29 de julio, con todas las ceremonias estipuladas en el Pontifical Romano.
En una mesa colocada cerca de un altar improvisado en uno de los corredores del Hospital Militar, se colocó una vestidura eclesiástica, ornamentos, un cáliz con patena y unas vinajeras. Hidalgo, escoltado y encadenado, compareció ante el juez eclesiástico Fernández Valentín, y dio principio la ceremonia
Se le despojó de los grilletes y lo revistieron con las prendas eclesiásticas; Hidalgo echó en el cáliz un poco de vino, puso sobre la patena una hostia sin consagrar, y con el vaso sagrado entre sus manos se puso de rodillas a los pies del juez. Quitándole el cáliz y la patena, Fernández Valentín pronunció las palabras de execración, y con un cuchillo raspó las palmas de sus manos y las yemas de sus dedos, y dijo: “Te arrancamos la potestad de sacrificar, consagrar y bendecir, que recibiste con la unción de las manos y los dedos”
Acto seguido le fue quitando uno a uno los ornamentos sacerdotales, hasta que al despojarlo de la sotana y el alzacuello, dijo: “Por la autoridad de Dios Omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y la nuestra, te quitamos el hábito clerical y te desnudamos del adorno de la Religión, y te despojamos, te desnudamos de todo orden, beneficio y privilegio clerical; y por ser indigno de la profesión eclesiástica, te devolvemos con ignominia al estado y hábito seglar”. Al retirarle las prendas sacerdotales, se halló en su pecho un escapulario con la imagen de la Virgen de Guadalupe, de la que se despojó él mismo, pidiendo se mandara al convento de las Teresitas de Querétaro, quienes se lo habían obsequiado.
Se le cortó el pelo hasta no dejar seña alguna del lugar de la corona, pronunciando el ministro las siguientes palabras: “Te arrojamos de la suerte del señor, como hijo ingrato, y borramos de tu cabeza la corona, signo real del sacerdote, a causa de la maldad de tu conducta”. Consumada la degradación, se le hizo poner de rodillas ante el juez Abella, quien leyó la sentencia condenándolo a pena de muerte.
Fue conducido a capilla por el teniente Pedro Armendáriz, y al amanecer del 30 de julio, se presentó el padre Juan José Baca, quien lo confesó y le dio la absolución. Un tambor con sus redobles y las campanas de los templos, anunciaron a los vecinos y al condenado a muerte, que había llegado la hora de marchar al paredón. Fuera del edificio lo resguardaban más de mil soldados que llenaban la plaza de San Felipe; en el interior lo esperaban, encargados de la ejecución, un pelotón de doce soldados a las órdenes de Pedro Armendáriz.
Hidalgo pidió se le llevaran los dulces que había dejado en la capilla, mismos que entregó a los soldados que habrían de hacerle fuego, mientras les decía: “La mano derecha que pondré sobre mi pecho, será, hijos míos, el blanco seguro a que habéis de dirigiros”. Siguió su marcha rezando un breviario que llevaba en la mano derecha, mientras con la izquierda sostenía un crucifijo.
Hidalgo besó el banquillo colocado cerca de la pared, y después de un altercado por negarse a sentar de espaldas, se sentó de frente y entregó a un sacerdote el breviario y el crucifijo. Le ataron las piernas a la silla, le vendaron los ojos y se colocó la mano al pecho; formados frente a él de cuatro en fondo, el pelotón disparó tres descargas que acabaron con su vida. Una vez desatado el cadáver, se colocó en una silla para la expectación pública, y al anochecer se introdujo al edificio donde le fue cortada la cabeza. Su cuerpo fue reclamado por los padres penitenciarios de San Francisco, quienes en su convento lo velaron y le dieron sepultura.
La cabeza de Hidalgo, conservada en sal junto con las de Allende, Aldama y Jiménez; fueron conducidas a Guanajuato y colocadas en jaulas en las cuatro esquinas de la alhóndiga de Granaditas, donde permanecieron hasta consumada la Independencia que él, con profunda convicción, valor y arrebato, había comenzado.
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